lunes, 14 de diciembre de 2015

Por la racionalización de los deberes en el sistema educativo español

Hace unos meses Eva Bailen inició una campaña en Change para terminar con el abuso de los deberes que tienen nuestros niños. Aún estás a tiempo de firmar.



La carga de deberes de cada niño o niña en edad escolar depende fundamentalmente del profesor que le corresponda. Esto sucede incluso en el seno de un mismo centro educativo, lo que en caso de que haya varios hermanos matriculados en este puede poner de manifiesto enormes e incomprensible diferencias en las tareas que han de acometer. Cuando esto ocurre, el niño que se ve en esa situación no comprende por qué él o ella no puede jugar, descansar o estar con sus padres, mientras sus hermanos y/o hermanas sí.
Un exceso de deberes supone una gran frustración para un niño que quiere concluir el trabajo asignado y ve cómo éste le sobrepasa y el cansancio no le permite seguir estudiando. El rendimiento de los niños empeora si a la jornada escolar se añade un exceso de tiempo para los deberes.
Un niño que dedica un tiempo excesivo a las tareas escolares (según la OCDE la media española es de 6,5 horas semanales en la ESO, pero hay niños que ya en primaria superan esa media)  puede llegar a presentar síntomas de ansiedad y necesitar asistencia psicológica.
No existe justificación para que un niño dedique tantas horas de su tiempo tras la jornada escolar a realizar tareas muchas veces mecánicamente y que difícilmente fomentan competencias como alguna de las recogidas en el Real Decreto 126/2014, de 28 de febrero, por el que se establece el currículo básico de la Educación Primaria:
4ª Competencia. Aprender a aprender. Haciendo tareas repetitivas a diario el estudiante no aprende a aprender, aprende en todo caso a mecanizar sus tareas.
5ª Competencia. Competencias sociales y cívicas. El tiempo de convivencia familiar, con otros niños en el parque o en otros espacios abiertos se reduce: Los niños pasan tardes y tardes encerrados en su habitación. No pueden desarrollar competencias sociales estando aislados.
6ª Competencia. Sentido de iniciativa y espíritu emprendedor. Los deberes pautados, repetitivos y abusivos no fomentan el espíritu emprendedor y la iniciativa. La iniciativa surge desde dentro de cada niño o niña, por el propio descubrimiento personal, y para eso es necesario tiempo libre e incluso tiempo de aburrimiento.
Finalizar el temario de los libros de texto y los ejercicios propuestos en ellos no deberían ser el principal objetivo académico, puesto que el número de horas lectivas para cumplirlos puede llegar a ser superior a las de que se dispone en un curso escolar. Al no haber tiempo lectivo para ello, las tareas se realizan en el hogar en perjuicio de los niños. Lo realmente importante debería ser enseñar mientras se respeta el ritmo de los niños, sus necesidades de juego y de descanso y su bienestar emocional.
Los deberes abusivos provocan conflictos en las familias, que ven en la conciliación de la vida laboral y familiar una utopía. Las largas jornadas laborales se ven todavía más perjudicadas por las tareas escolares abusivas, los padres no pueden compartir su tiempo con sus hijos o lo comparten para ejercer de docentes.
Los niños españoles no pueden seguir cargados de deberes. No resulta admisible que los niños españoles dediquen a la semana tres horas más a los deberes que los niños finlandeses cuyos resultados académicos, de acuerdo con los informes PISA, son de los mejores del mundo. Los deberes repetitivos y abusivos no mejoran el rendimiento escolar y sí afectan negativamente a la felicidad de los niños y a la calidad de vida de las familias.
Pedimos que se racionalicen los deberes de los alumnos españoles, con el establecimiento de unas pautas para que las tareas se desarrollen en un tiempo razonable y que estén acordes con la edad del estudiante. Pedimos que se eliminen cuanto antes los deberes abusivos.
Los deberes deberían estar consensuados entre los diferentes profesores de un mismo centro y estos deberían ser conocedores del tiempo que implica cada tarea y del conjunto de deberes que los estudiantes tienen cada día para que no resulten excesivos en su conjunto.
Expertos en educación coinciden en la necesidad de reducir las tareas escolares que realizan los niños españoles:
Además, hay numerosos ejemplos en prensa sobre la necesidad de unas tareas escolares justas:
La racionalización de los deberes es sólo un cambio más entre los muchos que necesita el sistema educativo español.

martes, 1 de diciembre de 2015

LOS MALOS ALUMNOS NO EXISTEN; LAS MALAS ESCUELAS, SÍ

400 GOLPES 14


Por Rafael Narbona

Siempre he sentido predilección por los “malos alumnos”. Algunos eran mucho más creativos e inteligentes que sus compañeros, con notas más brillantes y actitudes más previsibles. Conservo un recuerdo particularmente afectuoso de Damián. Era un chico delgado, más bien bajito, con el pelo rizado y un corrector dental. Se pasaba las clases escribiendo cuentos, que ilustraba con unos dibujos originales y creativos. No le preocupaba suspender. Era educado y respetuoso, pero se aburría y prefería dar rienda suelta a su imaginación. Sus relatos reflejaban sus lecturas: Poe, Tolkien, Lovecraft. Hablar con él resultaba agradable, pues era apasionado, reflexivo y soñador. Vivía en un mundo diferente al de los demás. Sus compañeros le consideraban un bicho raro y le hacían el vacío. Suspendía cinco o seis materias cada trimestre, pero aprobaba las recuperaciones y, a duras penas, pasaba de curso. Los profesores lamentaban su escasa motivación. Le consideraban un vago y un irresponsable. Por supuesto, ninguno se planteaba que el problema no era Damián, sino el sistema educativo, cuyo objetivo real no es enseñar, sino vigilar, clasificar y castigar. Pienso que los alumnos como Damián inspiran miedo, pues rompen o cuestionan el discurso de la enseñanza tradicional. Son chicos con inquietudes, con un temperamento artístico y una curiosidad inagotable. No se adaptan a la rutina de escuchar pasivamente, memorizar y aprobar mediante exámenes que sólo miden el grado de adaptación al sistema. Muchos escritores han sido pésimos estudiantes. En Memorias de un loco, Gustave Flaubert escribe: “Llevado a un colegio desde la edad de diez años, pronto fui ofendido en todas mis inclinaciones: en clase, por mis ideas; en el recreo, por mi tendencia a una recelosa soledad. Viví solo y aburrido, atormentado por mis maestros y escarnecido por mis compañeros. Tenía un carácter mordaz e independiente y mi cínica ironía no perdonaba ni los caprichos de uno solo ni el despotismo de todos”.
Tal vez Flaubert emplea un tono excesivamente airado, que refleja resentimiento, pero nos es fácil mostrarse templado cuando has sufrido el autoritarismo de los profesores y la incomprensión de tus compañeros. Muchas veces, Damián y yo hablábamos en el patio, sin disimular nuestro entusiasmo por Los crímenes de la calle Morgue o Los mitos de Cthulhu. Creo que me sentía identificado con él. Yo fui un estudiante de características similares, pero en un colegio de los Sagrados Corazones, donde al tedio de las clases magistrales se sumaban los castigos físicos y las vejaciones. Yo era profundamente desdichado en la escuela, pero entonces se consideraba que la felicidad no era un objetivo pedagógico. Los que hoy hablan de “cultura del esfuerzo” reproducen la visión pedagógica de mis curas. Ya no se dice que “la letra con sangre entra”, pero se presupone que el estudio se basa en la abnegación, el sacrificio y la disciplina. ¿Cuándo ha sido divertido estudiar gramática o aprender la física de Newton? Fui tan mal alumno como Damián, pero aprobé las oposiciones de profesor de filosofía de la Comunidad de Madrid con el número uno. ¿Sacrificio, esfuerzo, abnegación? No. Infinitas horas de lectura que me enseñaron a amar las distintas formas de conocimiento. Con dieciséis años, leí Crimen y Castigo, de Dostoievski. Me fascinó la historia, a medio camino entre la novela policíaca y el ensayo filosófico. De inmediato, quise saber más, conocer la filosofía nietzscheana del superhombre, coartada teórica de Raskólnikov para hundirle un hacha en la cabeza a una usurera. No me resultaba menos atractiva la figura del autor, confinado en Siberia y sometido a un simulacro de fusilamiento por conspirar contra el zar Nicolás I. Seguí tirando del hilo y acabé leyendo sobre el nihilismo, las utopías, las revoluciones, el pacifismo, las crisis de fe y la historia de Rusia. Incluso investigué un poco sobre la epilepsia y la ludopatía, dos graves patologías que complicaron la vida de Dostoievski, causándole infinidad de disgustos. Sin darme cuenta, había demolido las asignaturas convencionales, estableciendo un diálogo interdisciplinar entre el todo y las partes. Ese fue mi punto de partida para una “segunda navegación”, que me ha permitido mantener despierto mi afán de aprender hasta hoy. Por supuesto que es divertido aprender, pero hace falta una motivación que encienda el deseo de saber más.
Durante dos décadas he trabajado como profesor de filosofía en institutos de enseñanza pública de la Comunidad de Madrid. Nunca he creído en las clases magistrales, los libros de texto y los exámenes. De hecho, son los tres pilares de una filosofía autoritaria y profundamente antipedagógica. Durante mucho tiempo, la escuela ha desempeñado un papel semejante al de los manicomios y las cárceles. Su función era adocenar, reprimir, normalizar. O dicho de otro modo: imponer un modelo de sociedad basado en la desigualdad y el principio de autoridad. Este propósito era evidente en las escuelas decimonónicas, donde los pupitres copiaban la organización del trabajo en las fábricas, con sus oficiales supervisando la producción en cadena. En Alemania, se llamaba a los profesores “apaleadores”, pues se consideraba que su atributo distintivo no era un libro, sino una vara dura y flexible. La tarima, que aún existe en muchas aulas, dejaba muy clara la asimetría entre el maestro y los alumnos. Mientras estudiaba filosofía en la universidad, conocí las ideas de Rousseau sobre la educación, la pedagogía libertaria de Tólstoi y Ferrer Guardia, el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza, el método Montessori, la Educación en el Hogar teorizada por John Holt, la antipedagogía de Alice Miller, el carácter asambleario y horizontal de la Escuela de Summerhill. Por supuesto, no adquirí esos conocimientos en las aulas universitarias, sino en los libros. Sólo dos o tres profesores se apartaban de la enseñanza tradicional, evaluando por trabajos y proyectos. En los años noventa, empecé a dar clases en institutos de la periferia de Madrid. En esa época, se intentaba implantar la LOGSE, con la oposición de la mayoría de los docentes, que no aceptaban la idea de ser educadores y reivindicaban su condición de especialistas de una materia. Por primera vez, se hablaba de integración, materias transversales, diversificación y adaptaciones curriculares. Sin una financiación adecuada, la reforma fracasó y no tardó en aparecer la contrarreforma, con sus controles de calidad y sus criterios excluyentes.
Aunque se afirme retóricamente que el sentido de la escuela es formar hombres y mujeres libres, con las herramientas necesarias para desarrollar su potencial humano e intelectual, la realidad es que la enseñanza tradicional mata la curiosidad y la creatividad, suprimiendo la diversidad entre los alumnos y fomentando su uniformidad, de acuerdo con un patrón cultural apolillado y que ni siquiera se corresponde con las necesidades del siglo XXI, donde el saber no es un adorno social, sino una fuente de riqueza y prosperidad. La escuela decimonónica es un atavismo inútil en una sociedad cuya economía ya no descansa sobre las grandes fábricas, sino en la capacidad de innovación y en la flexibilidad para adaptarse a los cambios. El profesor no puede estar maniatado por programaciones oficiales y criterios fijos de evaluación, pues cada clase es un grupo con una personalidad propia. Nunca olvidaré la experiencia de un compañero de instituto, un profesor de dibujo que se enfrentó a un grupo de 1º de ESO con una motivación inexistente y escasa autoestima. Eran chicos y chicas de doce años con un bajísimo rendimiento y una sensación generalizada de fracaso personal. Casi todos habían pasado por Primaria cosechando calificaciones mediocres. Desanimado, mi compañero me contaba que no atendían, que le entregaban los ejercicios en blanco, que respondían con desgana a sus preguntas. De acuerdo con el programa, les enseñaba los trazados geométricos básicos, los polígonos, la simetría, el color, el espacio, la luz, la forma humana. “Lo más desesperante”, me confesó, “es que dibujan garabatos mientras explico”. Después de un primer trimestre catastrófico, cambió de estrategia. Se olvidó de los apuntes y el libro de texto, encargándoles que dibujaran un cómic. No sería un trabajo individual, sino por grupos y supervisaría sus avances y dudas, ayudándoles a terminar el proyecto. Al principio, los alumnos se desconcertaron, pero enseguida cambiaron de actitud, entusiasmándose con la idea. En menos de dos semanas, la desidia se convirtió en frenética actividad. Se elaboraron guiones y se distribuyeron las viñetas. Casi todas las historias se ambientaron en zonas urbanas. Otros escogieron escenarios fantásticos, como fortalezas, castillos o aldeas medievales. Eso les obligó a realizar trazados geométricos, cuidar la simetría, dibujar polígonos, distribuir el espacio, manejar la luz, emplear el color y dibujar la figura humana desde distintos ángulos y perspectivas. El resultado fue increíble. Mi compañero me enseñó los cómics, donde se notaba su talento para inspirar, coordinar y motivar. Todos los grupos se habían esmerado, sin descuidar ningún detalle. Pude comprobarlo, pues hice varias guardias en el aula y aprecié el cambio, que tampoco pasó desapercibido para el resto de los profesores. Incluso se produjeron progresos en otras asignaturas, pues los alumnos habían mejorado su autoestima y confiaban más en sus posibilidades para afrontar cualquier reto. Le sugerí a mi compañero que presentara su experiencia a algún certamen educativo, pero me dijo que no quería problemas, pues había actuado a su aire, sin consultar con la inspección y no quería exponerse a una sanción.
Se considera que Emilio, o de la educación, publicado por Jean-Jacques Rousseau en 1762, es el primer tratado sobre filosofía de la educación en la cultura occidental. Quemado en París y Ginebra, inspiró el nuevo sistema educativo propuesto por la Revolución francesa. Rousseau señaló que la curiosidad es un impulso natural del niño y que el aprendizaje es tan inevitable como la respiración. El conocimiento se adquiere mediante el juego, el contacto físico, la especulación sin trabas. Si el niño se limita a escuchar a un adulto, perderá su capacidad innata de razonar. Y de disfrutar. Como libro de referencia, Rousseau no recomienda un tratado filosófico, sino el Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. Las autoridades educativos no le ha hecho mucho caso a Rousseau, pero su influencia nunca se ha extinguido. A principios del siglo XX, María Montessori afirma que “el niño, con su enorme potencial físico e intelectual, es un milagro frente a nosotros”. Los niños son esponjas con una capacidad de absorción infinita. Su inconsciente asimila las lecciones del entorno. El profesor debe estar a su servicio, creando espacios luminosos y acogedores, que propicien el encuentro con el lenguaje, la música, las matemáticas, las plantas y el arte. En los años 60, John Holt cuestiona la escolarización forzosa, afirmando que afecta negativamente al aprendizaje, pues en un ambiente de competitividad y ansiedad por las notas muchos niños se retraen, temiendo ser castigados y humillados. Holt se hace eco de la pedagogía anarquista de Lev Tolstói, que creó una escuela libre, popular y abierta en Yásnia Poliana, una propiedad situada al suroeste de Tula, Rusia. Tolstói rechaza los exámenes, la asistencia obligatoria y cualquier idea preconcebida, pues el papel del profesor no es imponer, sino adaptarse al alumno, avivando su curiosidad por las artes y las ciencias. La Escuela de Summerhill, fundada en 1923 por Alexander Sutherland Neill en el sur de Inglaterra, sigue las mismas pautas, combatiendo la represión sexual que inhibe en el niño una relación espontánea y natural con su propio cuerpo y el de los demás.
En nuestro país, cada vez hay más escuelas libres y algunos centros educativos oficiales han relajado su metodología, permitiendo ciertas innovaciones. No soy optimista, pues la escuela es el reflejo de la sociedad y nuestra sociedad es competitiva, insolidaria e individualista. Sin embargo, algo se mueve. Muchos padres quieren una educación diferente para sus hijos y se rebelan contra las evaluaciones externas, que sólo miden el cumplimiento de los objetivos establecidos por las programaciones oficiales. Los “malos alumnos” como Damián encarnan la rebeldía del ser humano, que opone su creatividad a la productividad, el ingenio a la repetición, la evocación a la memorización, el sentido lúdico a la rutina. Sin “malos alumnos”, el mundo se parecería a Un mundo feliz, 1984 o Farenheit 451. Quizás el primer paso para conjurar ese riesgo sea reconocer que no hay “malos alumnos”, sino malas escuelas.
Publicado en Mente Sana, nº 118, octubre 2015. pp. 66-69